Anoche leí el libro de una sentada y hervía de entusiasmo por él.

26 de junio
… He depositado el volumen sobre la repisa de la chimenea como si fuera un frasco de medicinas recién salido de mi botiquín y me he puesto a reconvenirla y a exponer mi punto de vista, como si ella fuera la enferma y yo el médico… Parecía un poco molesta por mi actitud proselitista y ha simulado estar muy preocupada… o, por lo menos, poco interesada en mi medicina. Anoche leí el libro de una sentada y hervía de entusiasmo por él.
—Me temo que he llegado en un momento poco oportuno —he dicho con una sonrisa sardónica mientras pasaba los dedos por las teclas del piano…—. Será mejor que me vaya. Por favor, léalo —he dicho con un tono que sonaba como si añadiera «tres veces al día después de las comidas»— y dígame qué le parece. —Y he añadido en broma—: Por supuesto, no abandone por ello el manual que ahora lee, sería una tontería innecesaria… —he divagado un poco, con ganas de jugar.
Unos instantes después, ella ha contestado con voz pensativa y aire horrible y tranquilo.
—Me parece que se comporta usted con mucha grosería: toca el piano cuando le he pedido que no lo hiciera Y no para de dar vueltas, como si estuviera en su propia casa.
Aunque por fuera parecía tranquilo, estaba muy sorprendido y estremecido. Tras una pausa, he dicho:
—Muy bien. Si es eso lo que piensa… adiós.
Ninguna respuesta. Y yo he sido demasiado orgulloso para pedir disculpas.
—Adiós —he repetido.
Ella ha seguido leyendo una novela mientras yo me dirigía hacia la puerta, muy alterado.
—Au revoir.
Ninguna respuesta.
—¡Oh! —he dicho, y he salido de la habitación dejando a mi dama de una vez por todas. Y no lo siento.
En el corredor, me he encontrado con la señorita —.
—¿Cómo? ¿Ya se va?
—Adiós —he dicho con tono sepulcral—. Un trágico adiós.
Y se ha quedado muy intrigada.

W. N. P. Barbellion
El diario de un hombre decepcionado

Denostado en su día por «inmoral» e incluso por «ficticio», y a la vez aclamado como un examen despiadado del yo que Rousseau habría envidiado, El diario de un hombre decepcionado de W. N. P. Barbellion es una obra singular. Iniciado cuando su autor tenía trece años como un cuaderno de notas de historia natural, se iría convirtiendo poco a poco en la crónica de una profunda decepción: limitado en su formación académica por circunstancias familiares, y aquejado ya tempranamente de dolorosos y paralizantes síntomas de lo que luego se revelaría una esclerosis múltiple, el que soñaba con ser «un gran naturalista» acabaría obteniendo un modesto puesto de entomólogo en el Museo Británico de Historia Natural; pero, con un cuerpo «encadenado a mí como un peso muerto», se daría cuenta de que «mi vida ha sido una lucha continua contra la mala salud y la ambición, y no he conseguido dominar ninguna de las dos». La escritura puntual del diario, incisiva, repleta de ingenio y desesperación, se erige entonces en la única y verdadera razón de ser (o de seguir siendo): «Si somos gusanos —anotará—, al menos seamos gusanos sinceros». Barbellion murió apenas unos meses después de ver publicada su obra, pero su ejercicio de introspección, que ha sido comparado con Kafka y con Joyce, perdura como uno de los más notables y significativos del siglo XX.

¿hay quién se trague lo de un arzobispo que se escapa volando de su palacio para jugar al mus con una trinca de anarquistas?

22 de junio
Con lo pensado hay ya para un capítulo, y es la hora del balance, y de ver qué hago ahora con esta escasa materia granjeada, y dicho queda en el mejor sentido, en el de los que creen que vale más lo poco diestramente administrado que lo mucho derrochado. Descarto, por supuesto, cualquier salida realista, de esas que conducen a ficciones sociológicas, necesitadas de apoyos algo más convincentes que los míos, porque puestos en esa tesitura, ¿hay quién se trague lo de un arzobispo que se escapa volando de su palacio para jugar al mus con una trinca de anarquistas? La verosimilitud de semejante situación sólo se adquiere si la insertamos en una gran estructura de ambiciosas significaciones, símbolo cósmico o alegoría moral de impresionante catadura. ¿Y qué mejor que un nuevo enfrentamiento entre las fuerzas eternas, jamás vencidas aunque nunca victoriosas, del Bien y del Mal? Sí, ya recuerdo que, páginas más arriba, rechacé una idea de tal guisa, pero fue porque esa dicotomía de isotopos y parámetros me parecía de alcance insuficiente. Dispongo ahora de otras figuras, y la intención desechada resurge más vigorosa y realizable. Es, además, oportuna, ya que el tiempo en que vivimos es testigo y víctima de esa jamás resuelta escaramuza entre Ormuz y Arimán, cuyos nombres o máscaras modernas podrían ser el Orden contra el Caos, y también la Justicia contra el Orden, según se mire: entidades no obstante tan abstractas que están pidiendo a voces imágenes más próximas, conocidas o sospechadas de todo el mundo, en las que puedan figurarse. Tal y como lo veo, el desarrollo de la idea exige por su naturaleza un sistema de ficciones con personajes comunes y tramas paralelas, y un personaje central, héroe y al mismo tiempo eje, que no puede ser otro que nuestro Pablo Bernárdez, por el que siento simpatía, a pesar de lo poco que llevo imaginado de él; pero de ciertas palabras y ciertos hechos colijo su heroica disposición a cualquier acto que redunde en bien de la humanidad, aunque arriesgue su vida. Imaginemos dos lugares desde los que se mueven los hilos de la trama universal, dos palacios, nada menos. Si recordamos que el uno fue teatro de siniestras historias y pavorosos crímenes, y que en él hay mazmorras asfixiantes y larguísimos pasillos donde resuenan todavía y, con un poco de suerte, se pueden escuchar, gritos de víctimas atormentadas, podemos hacer de él el antro desde donde se organiza la universal subversión que nuestros amigos los anarquistas representan; pero si prescindimos de semejantes leyendas, y sólo consideramos sus cúpulas doradas, sus jardines fragantes y la música del río que lame sus murallas, no hallaremos un sitio que con más propiedad sirva para instalar al equipo en que se organiza el general levantamiento en pro de la justicia que representan también los anarquistas. El segundo palacio es muy distinto: nuevo en su construcción, racional en su arquitectura, enteramente iluminado, sin pasado y sin leyenda, sirve de asiento al estado mayor del Bien y de él emanan las consignas directrices de su estrategia y su táctica; pero si se tiene en cuenta que en sus despachos se han organizado golpes de Estado, crímenes políticos, guerras parciales, contrarrevoluciones, etc., puede muy bien servirnos como sede siniestra de los enemigos de la Justicia. El señor arzobispo, en la primera ficción, actúa como agente de los buenos, y pelea en la sombra contra el agente de los malos, que es, sin duda, don Justo Samaniego; porque, ¿qué mejor máscara para un instrumento del Mal que la de un archivero especialista en manuscritos daneses? Organizadas así las cosas, el padre Almanzora interviene como francotirador del Bien, medianamente informado y torpe en su interpretación de lo que tiene delante. De ahí que ponga en peligro al arzobispo, a quien considera esbirro del mismísimo demonio, pero, cuando las cosas se esclarecen, reconoce su error y se arrepiente, lo cual no implica renuncia a su proyecto de convertir la Iglesia en una sociedad anónima. En esta primera ficción, Pablo Bernárdez, creyendo servir al Bien, sirve al Mal, hasta que le cae la venda de los ojos; salva entonces la vida al arzobispo, coopera a la derrota del enemigo y recibe al final el premio de una vagina pequeño-burguesa, limpia de polvo y paja, en cuyos arrumacos consoladores adormece su decepción. No se convierte todavía, pero es presumible que lo hará poco después de terminada la novela. El archivero, los anarquistas y demás personajes protervos reciben su merecido. Ficción, como se ve, de un simbolismo sencillo, al alcance de los más limitados cacúmenes, y que muy bien pudiera complementarse con una segunda historia hábilmente embutida en la primera, en que Pablo Bernárdez sea un muchacho de buena familia, contaminado de ideas liberales, metido en aquella conspiración cívico-militar que terminó desastrosamente con los fusilamientos de Carral. Fugitivo y salvado por una señorita de pozo, el amor le redime y acaba combatiendo a sus antiguos cómplices. ¿Verdad que el relato queda bonito? En la segunda ficción, el arzobispo es un señor que prefiere la Justicia al Orden, y su enemigo es el padre Almanzora, que es quien actúa al dictado de la Injusticia. Don Justo Samaniego no pasa, en este caso, de mero personaje pintoresco, para crear ambiente, y lo mismo don Procopio y otros que ya hemos mencionado. Se prepara la Gran Revolución Universal, que, en Villasanta de la Estrella, tiene su centro en la torre Berengaria y a Pablo Bernárdez como ejecutor. Un buen día, después de algunos dimes y diretes, cuando la situación del arzobispo es difícil y están a punto de expulsarlo de la Sede, salen los isotopos de sus covachas y escondrijos, Pablo viene a su frente, lo arrasan todo, ganan los buenos, mueren los malos, y Pablo, triunfante, recibe el premio de una vagina pequeño-burguesa, limpia también de polvo y paja, cuya agradable propietaria no se convierte todavía a la revolución, pero es de esperar que lo haga de un día a otro. En cuanto al arzobispo, es admitido al nuevo orden a causa de su buena voluntad y de la simpatía que sienten hacia él los anarquistas. Episodio atractivo de esta segunda ficción pudiera ser la huida de la monja milagrera por las calles vacías, pegando fuertes gritos y yéndose a morir al lado del cadáver, todavía insepulto, del padre Almanzora; pero de esta secuencia puede muy bien prescindirse, ya que estrictamente necesaria no lo es. Ahora bien, en el caso de que aceptásemos para la primera ficción el doble argumento paralelo (lo que daría lugar a intrincadas complejidades técnicas de mucho lucimiento), sería necesario, por razones de equilibrio, que la segunda también lo fuera; entonces, ¿qué mejor que contar el levantamiento y guerra de Espartaco, con su lamentable fin? Puesto en parangón con Pablo, idénticos en el arrojo, parejos en la intención, la diferencia de soluciones, aquélla trágica, ésta feliz, serviría para que el menguado lector comprendiera, sin grandes razonamientos, la distancia que nos separa de Roma y lo mejor que se resuelven las cuestiones en nuestro tiempo, volcado resueltamente a la universal felicidad.
Releído, sin embargo, lo que acabo de escribir, no acaba de convencerme. La primera ficción pensada, a poco que se distraiga uno, acabará convirtiéndose en una historia más de James Bond. En cuanto a la segunda, toda vez que el triunfo de la revolución no parece cercano, y que el propio Mao-Tse-Tung le ha dado un par de siglos de plazo, peca indudablemente de idealismo. No sé qué hacer. Tendré que discutirlo con Lénutchka.

Gonzalo Torrente Ballester
Fragmentos de Apocalipsis

En «Fragmentos de Apocalipsis», Gonzalo Torrente Ballester nos ofrece una visión crítica, mordaz y esperpéntica de la vida y de los habitantes de Villasanta de la Estrella, ciudad que puede verse como un trasunto de la capital jacobea, a la que en 1948 había dedicado «Compostela y su ángel». Guiado por una concepción exigente y culta de la novela, el escritor, convertido en protagonista, lleva a cabo, siempre desde su conciencia creadora, una profunda reflexión sobre las posibles formas en que puede componer su obra. La alternancia de lo real y de lo mágico, el humor, la fina ironía y el erotismo desenfadado provocan un placer intelectual que no merma la diversión y el entretenimiento.

La señorita Saunders se deslizó como un ratón.

La señorita Saunders se deslizó como un ratón. Daba la impresión de moverse cerca del suelo. Tenía unos treinta años, cabello indeterminado y ojos de un asombroso azul claro, que le daban a su rostro, de otra manera anónimo, parecido a una estatua sagrada. Se la describía en los libros de la firma como «secretaria de confianza adjunta» y sus deberes eran «especiales». Inclusive sus antecedentes eran especiales: había sido cabeza estudiantil en el Convento de Santa Latitudinaria, en Woking, donde había ganado por tres años consecutivos el premio especial de piedad: un pequeño tríptico de Nuestra Señora con fondo de seda azul, forrado de piel florentina y proporcionado por Bums Dates & Washbourne. Tenía también un extenso historial de servicios no remunerados como Hija de María.
—Señorita Saunders —dijo el señor Ferrara—, no encuentro aquí ningún informe de las indulgencias que deben ganarse en junio.
—Aquí lo tengo, señor. Llegué tarde a casa anoche pues había que rezar las Estaciones de la Cruz para la indulgencia plenaria de Santa Etheldreda.
Colocó una lista mecanografiada sobre el escritorio del señor Ferraro: en la primera columna la fecha, en la segunda la iglesia o lugar de peregrinación donde se ganaría la indulgencia, y en la tercera columna, con tinta roja, el número de días ahorrados de los castigos temporales del Purgatorio. El señor Ferrara la leyó cuidadosamente.
—Me da la impresión, señorita Saunders —le dijo—, que está dedicando demasiado tiempo a las categorías menores. Sesenta días aquí, cincuenta días allá. ¿Está segura de no estar perdiendo su tiempo en estas? Una indulgencia de 300 días compensará por muchas de ellas. Me acabo de dar cuenta de que su cálculo para mayo es inferior a sus cifras de abril, y su cálculo para junio es casi tan bajo como el nivel de marzo. Cinco indulgencias plenarias y 1565 días: muy buen trabajo para abril. No quiero que afloje el paso.
—Abril es un mes muy bueno para indulgencias, señor. Tenemos la Semana Santa. En mayo solo podemos depender del hecho de que es el mes de Nuestra Señora. Junio no es muy fructífero, excepto en Corpus Christi. Notará una iglesita polaca en Cambridgeshire…
—Mientras no se le olvide, señorita Saunders, que ninguno de nosotros se está haciendo más joven. Tengo una gran confianza en usted, señorita Saunders. Si estuviera menos ocupado aquí, yo mismo podría hacerme cargo de algunas de estas indulgencias. Espero que le esté prestando mucha atención a las condiciones.
—Por supuesto que lo hago, señor Ferrero.
—¿Cuida siempre de estar en estado de gracia?
La señorita Saunders bajó los ojos: «Eso no es muy difícil en mi caso, señor Ferrero».
—¿Cuál es su programa para hoy?
—Allí lo tiene, señor Ferrero.
—Por supuesto. La iglesia de San Praxted, en Canon Wood. Queda bastante retirada. ¿Tiene que pasarse toda la tarde en una simple indulgencia de sesenta días?
—Fue todo lo que pude encontrar para hoy. Claro que siempre están las indulgencias plenarias en la Catedral. Pero sé qué opina de no repetirlas durante el mismo mes.
—Mi única superstición —dijo el señor Ferrero—. No tiene ninguna base, por supuesto, en las enseñanzas de la Iglesia.
—¿No le gustaría una repetición ocasional para un miembro de su familia, señor Ferrero, quizá su esposa…?
—Se nos enseña, señorita Saunders, a ver primero por nuestras propias almas. Mi esposa debería estar cuidando de sus propias indulgencias —tiene a un excelente consejero jesuita—. Yo la empleo a usted para cuidar de las mías.
—¿No tiene ninguna objeción a Canon Wood?
—Si en realidad es lo mejor que puede hacer. Con tal de que no implique tiempo extra.

Graham Greene
Veintiún cuentos

Los cuentos de este libro (escritos entre 1929 y 1945) tienen como punto focal temas que también son dominantes en las conocidas novelas de Graham Greene: culpa, traición, fracaso, violencia, persecución, y la incesante búsqueda de salvación del hombre.

Calló Sátanas, y Leviatán tomó la palabra.

Calló Sátanas, y Leviatán tomó la palabra.
—Ya conocemos, pues, a los Rezzónico, a su palacio y a su mayordomo, indicado por la flecha de neón infernal, para la operación que nos incumbe. En cuanto a las circunstancias presentes, lo único de importancia que hemos cosechado nosotros, y que es obvio destacar, pues Sus Excelencias Satanás y Lucifer se habrán enterado también de ello, en el curso de sus exploraciones, es que exactamente dentro de una semana, el 7 de junio de 1764, habrá aquí una fiesta excepcional, en honor del Duque de York, hermano del Rey Jorge III de Inglaterra. Ludovico Rezzónico planea tirar la casa por la ventana. Nunca, desde el casamiento de dicho Ludovico con la Principessa Faustina Savorgnan, y desde las visitas de ceremonia suscitadas por la proclamación del deudo Pontífice, habrá refulgido este palacio con tanto esplendor. A ello obedece el arribo de cajas con vinos deliciosos; el exagerado acaparamiento de ceras para los candelabros y las arañas; el retapizar; el lustrar de platerías; el barnizar de cuadros; el frotar de muebles; el encargar de flores; el discutir de manjares. El Procurador y Donna Faustina actúan como dos mariscales prontos a dar una batalla. Lo será la fiesta del 7 de junio, y Venecia entera pende de su triunfo.
—Así es —comentó Satanás—. Y a mí me toca conectar a la mencionada fiesta y al Sior Leonardo, bajo los laureles de la ira. Tendré que estudiar cómo, en el andar de esta semana.
Se separaron, y se dedicó cada uno a pasarla lo mejor posible. Belfegor se acostó en el lecho olímpico de los Procuradores; Belcebú se deleitó en sus cocinas; Asmodeo admiró las desnudeces de sus pinturas; Mammón calculó su costo; Leviatán consideró a los salones como un invernáculo propicio para el madurar de las frutas de la envidia; Lucifer se ingenió para retocar y ampliar los escudos; y Satanás no apartó sus labios intangibles del oído de Donna Faustina Savorgnan.
Efecto de la elocuencia de este último, fue la resolución que los Rezzónico adoptaron: después del banquete, agasajarían al Duque con un espectáculo teatral. Sabedores de que en Inglaterra se apreciaba sobradamente a la Commedia dell’Arte, dispusiéronse a brindar al hermano del Rey una representación auténtica, algo característico del espíritu italiano, y como estaban al corriente del talento de su mayordomo, le confiaron la puesta en escena. Vano fue que el Sior Leonardo se esforzase por escabullirse. Cuando el Procurador y su Principessa se trazaban un propósito, no había poder en la Tierra capaz de oponérseles. Arguyó que ni su edad ni su paso claudicante tolerarían ya que asumiera el papel de Arlequín, y le respondieron que en ese caso encarnara al viejo Signore Pantalone. Protestó que no contaba con actores para la función, y le contestaron que los buscase, sin ahorrar cequíes ni ducados. Intentó un argumento más, y Ludovico sacudió la peluca y le gritó que no lo importunara, pues demasiadas cosas tenía en la mente, para distraerse disputando con su mayordomo. En seguida, los Rezzónico se retiraron, como si marchasen sobre nubes y se aprestasen a subir a uno de sus techos mitológicos, y el triste Sior Leonardo debió enfrentar la contingencia de presentar, dos días después, un ensayo del espectáculo —aunque ese teatro no se ensayaba—, a fin de que los señores le impartiesen su aprobación. Salió, pues, desesperado, en pos de cómicos ocasionales, y Satanás, que ya no lo dejaba solo, salió con él.

Manuel Mujica Láinez
El viaje de los siete demonios

Fábula originalísima y portento de erudición, ironía, sentido del humor e imaginación sobre las pasiones humanas, constantes e inquebrantables en cualquier tiempo y lugar.
Desde el mismo infierno, el diablo convoca a los siete demonios de los pecados capitales: la soberbia de Lucifer, la ira de Satanás, la avaricia de Mammón, la envidia de Leviatán, la pereza de Belfegor, la lujuria de Asmodeo y la gula de Belcebú, a los que envía a la tierra para que desperecen sus cuerpos y poderes aletargados y cumplan unas misiones determinadas. Sobre increíbles, imposibles cabalgaduras, rodeados de artilugios mágicos que les indican cuándo, dónde y a quién deben tentar, inician un recorrido fantástico: Francia en tiempos de la viuda del malvado mariscal Gilles de Rais, la Pompeya romana a punto de ser devorada por el Vesubio, la China de los emperadores en 1888, el Potosí boliviano de mediados del siglo XIX, el Palazzo Rezzonico en la Venecia de 1764, incluso la isla de la Tortuga, sede de la más afamada piratería en 1647. Por último, la futurista ciudad siberiana de Bet-Bet en el año 2273, ejemplo de la postrera civilización humana.
En todo siglo y lugar los demonios tienen una historia, una vida que enredar, seres humanos débiles a los que tentar y pervertir. Cumplida su entretenida misión, los siete demonios regresan a su hogar portando curiosos testimonios «fotográficos» de sus aventuras y triunfos.
Por encima de todos ellos gravita un Mujica Láinez que ha afilado al máximo su pluma corrosiva para componer un autentico aquelarre de las pasiones humanas en total descontrol.

Capítulo treinta y ocho

Capítulo treinta y ocho
Cuando llegamos a la casa del reparador de carruajes, tanto ésta como la tienda estaban cerradas: era ocho de septiembre, natividad de la bendita Virgen María, madre de Dios.——
—Tantarrá-ra-tan-tiví:—todo el mundo se iba a los mayos;—saltando por aquí,—brincando por allá,—a nadie le importábamos un botón ni mis observaciones ni yo; de modo que me senté en un banco que había al lado de la puerta y me puse a filosofar acerca de la situación: probablemente gracias a la intercesión de algún hado más benigno que el que me suele acompañar, no llevaba esperando aún media hora cuando la señora de la casa salió a quitarse los papillotes del pelo antes de ir a los mayos.——
A las mujeres francesas, dicho sea de paso, les gustan los mayos à la folie,—es decir, tanto como sus maitines; —ofrézcanles simplemente un mayo que, tanto si es en mayo como en junio, en julio como en septiembre—(la época les trae muy sin cuidado),—siempre será bien recibido:—para ellas representa comida, bebida, lavado y alojamiento;—y si tan sólo siguiéramos la política, con el permiso de sus señorías, de enviarles (habida cuenta de que la madera escasea un tanto en Francia) buenas cantidades de mayos——
Las mujeres se encargarían de empinarlos; y cuando ya lo hubieran hecho, bailarían a su alrededor (con los hombres para hacerles compañía) hasta quedarse todos ciegos.
La mujer del reparador de carruajes salió, como les dije, a quitarse los papillotes del pelo:—la toilette no se detiene por nadie ni por nada:—de modo que, al tiempo que abría la puerta, se sacó el gorro de un tirón para dar comienzo a la tarea; y al hacerlo, uno de los papillotes cayó al suelo:—al instante vi que se trataba de mi propia letra.——
—O Seigneur!, exclamé.—¡Se ha puesto usted todas mis observaciones en la cabeza, Madame!— —J’en suis bien mortifiée, dijo ella.——Menos mal, pensé yo, que se le han quedado en la superficie,—porque si se hubieran adentrado un poco más, ¡en la mollera de una mujer francesa!, habrían armado allí tal confusión——que más le habría valido seguir con ella lacia hasta el día de la eternidad.
—Tenez,—dijo ella.—Y así, sin tener la menor idea acerca de la naturaleza de mi sufrimiento, se fue quitando mis observaciones, una por una, de los rizos, y las fue depositando solemnemente en mi sombrero:—la una estaba torcida hacia acá,—la otra hacia allá———¡Ay, a fe mía, dije yo, que cuando se publiquen——
—Estarán más retorcidas todavía!

Laurence Sterne
Tristram Shandy
La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy

«Una obra rica, ambiciosa, compleja, burlona y poco definible, que valió a su autor en su época tanto fama como denuestos, y en todas las demás épocas hasta hoy conocidas una ardiente admiración: el incomparable ritmo de su prosa, su ingenio inagotable, los inverosímiles juegos de palabras, la complicada estructura narrativa, la negación absoluta de una concepción lineal del tiempo, su vibrante y aguda escritura y su originalísima puntuación, su irónica aplicación a la novela de teorías filosóficas y científicas, su perfecto manejo de la parodia y sus numerosas extravagancias y osadías sintácticas y tipográficas, hablan por sí solos de su modernidad y nos hacen ver como simples imitaciones, ya anticuadas, a demasiadas “originalidades” contemporáneas.
Tristram Shandy es mi libro favorito: es, a un mismo tiempo, la novela clásica más cercana al Quijote y a la del siglo en que escribo; tanto su recuerdo como su frecuentación esporádica me producen un indefectible placer; puede abrirse por cualquier página, con asombro y sonrisa siempre. No creo haber aprendido más sobre el arte de la novela que durante su traducción. Sin duda, mi mejor obra.»
Javier Marías

desde que salió en junio hasta que lo traje hace quince días rendido desde Barcelona

Escuchaba con atención y en silencio Sansón Carrasco las palabras de sus amigos, un poco desasosegado por no haber encontrado aún el momento oportuno de leerles su soneto, y se conoce que no pudo sufrir las del cura, y saltó de su asiento como por resorte.
—¡No, no y mil veces no, señores! Díganme entonces qué hicimos devolviéndole de nuevo a esta aldea. Parece que están vuesas mercedes hablando de san Quijote de la Mancha. Tanto como a vuestras mercedes, me preocupa a mí lo que se diga de nosotros el día de mañana. Y aún está el rabo por desollar y hasta el rabo todo es toro, y no tardando mucho, antes pronto que tarde, vamos a ver impresas las últimas y nuevas andanzas de don Quijote, todas las que se corresponden a estos últimos tres meses, desde que salió en junio hasta que lo traje hace quince días rendido desde Barcelona, con el juramento de que aquí se recogería durante un año. Y no me digan cómo, ni yo quiero saberlo, por parecer cosa esta, sí, verdaderamente, de encantamiento, pero hasta estas mismas palabras que ahora estoy diciendo llegarán a la estampa y se darán a conocer, como se conocieron las otras, y tan por lo menudo que es mejor no meneallo. No sé quién será esta vez el historiador, el rabino Muscardino o don Lope de Vega. No sé vuestras mercedes, pero yo, pudiendo, me resisto a quedar en esta crónica como un necio, no siéndolo, o como culpable de haber robado al mundo, como insinúan ahora vuestras mercedes, uno de los siete sabios de Grecia o el dechado de todos los eremitorios de Egipto. Así que pongamos atención en lo que decimos y hacemos, porque de todo lo hablado aquí se está ya registrando, punto por punto, como hacen los imagineros, o mejor dicho, sin faltar coma, y yo defenderé aquí y en el día del juicio lo que hice, como lo único y mejor que cabía hacer. Y es cierto que la primera vez que salí a buscar a don Quijote me traje, con dos costillas rotas, la pena de ser vencido, y la segunda, venciéndole, la pena de ver a mi amigo tan escabeche y acabado, porque también a mí se me desborcilló el alma al ver el fuste de un hombre firme y valedero como él, estropeado y roto. Pero peor hubiera sido dejarlo suelto. No le vieron vuestras mercedes como le vi yo en Barcelona, donde los muchachos lo seguían, escarnecían y cercaban propinándole sosquines y chasqueándole el colodrillo, que era cosa de echarse a llorar de pena, porque si vestido de armas causaba espanto y risa, con su balandrán causaba tal tristeza que los niños que lo vejaban se reían por no llorar. O con aquellos señores que lo tuvieron en su casa, sin más propósito que el de ponerle en el disparadero y entretener a sus aburridas damas con sus penosos donaires, que hasta le colgaron, como si fuera un sambenitado, un cartel en la espalda que despertó en todos los que lo vieron burlas y escarnios. Era el hazmerreír de la Mancha, de su estirpe y de su memoria, y maldita la gracia que tiene que a partir de ahora se conozca nuestra patria por lo extenso de la tierra no como cuna de un Alejandro, de un César, de un Ptolomeo, sino de un pobre lunático como hay miles sueltos por los caminos, y que se le tenga a él por un pobre hombre. No hagamos cuestiones antes de tiempo ni leyenda. Don Quijote estaba loco, y a los locos, con amor y caridad, hay que recogerles, para que no lo volteen todo. No acataba otra autoridad que su disparada locura, y así le saliera al encuentro la Santa Hermandad con sus leyes y sus cohortes, él se los ponía al retortero como perinolas, liberaba galeotes y a hombres culpados, confesos y convictos, arremetía contra los alguaciles, se endeudaba con los mesoneros y venteros, arruinaba pellejos de vino, degollaba corderos, y donde no le llamaban se entrometía para derrocar lo que ya estaba levantado o entronizar lo que no valía la pena sacar del albañal. Y no sólo no desfacía tuertos, como él repetía, sino que al que lo era, a poco que se le diera bien la aventurita, lo dejaba ciego para todos los días de su vida. El cojo de una pierna quedaba, después de tratarlo, quebrado de la otra, y el triste de un lado, de los dos. La venta que estaba reposada, la volvía castillo, al castillo lo creía un palacio de la estratosfera, y de las mismas estancias de San Pedro habría hecho una jaula de grillos. Era un peligro no sólo para el gobierno de esta tierra, sino para sí mismo. Allá donde llegaba, asombraba su figura, desde luego, pero movía a risa, y la fama tiene un precio, y es bien triste llegar a viejo para ver en un minuto cómo se le astilla a uno la honra forjada duramente a lo largo de una vida, y que no le respeten a uno, y que los muchachos del lugar acudan a donde está y le sigan en procesión y le pitocheen y coreen, llamándole de todo, y le suelten cantazos como a perro comido por la sarna. De los cincuenta que vivió don Quijote, cuarenta y ocho los pasó como tantos otros hidalgos de esta tierra en la mejor ocupación posible, entregado a sus ocios, a sus galgos y a dejar correr la vida sin mayores cuidados. Él además fue honesto y no avasalló viudas ni mancilló doncellas ni burló casadas. Cierto que yo también dudo a veces, amigos, y creo que el precio de su locura fue pequeño en consideración de lo que con ella nos dio a todos. Pero antes que el arte está la vida, antes que el ingenio, el buen sentido, y antes que los donaires, la razón, aunque se suela vestir ésta con sus severos atavíos. Nada, señores; hicimos lo que cualquier alma caritativa y cristiana hubiera hecho con quien teníamos en tanta estima, reducirlo, comprometer su palabra, traerlo a casa y sujetarlo, si era posible, en ejercicios honestos que fuesen en aumento de su hacienda y de su buen nombre, no de su descrédito, y si nos pusimos en trance de parecer tanto o más locos que él fue porque no hubiera habido otro modo de domar el potro de su imaginación, por la misma razón que al niño se le envuelve la medicina en arrope. Y así debe entenderse también que hasta ayer yo le alentara diciendo que íbamos a hacer vida pastoril, en cuanto sanase. Sólo quise darle la esperanza que había perdido y el gusto por esta vida. Sólo por eso. No para hacerle disparatar como pastor bucólico lo que le atajé que disparatara como caballero ambulante. Fue nuestro postrero acto de caridad para con él.
—¿Y ha dicho vuestra merced que todo lo que hablemos aquí, saldrá algún día en letra impresa? —preguntó el cura, que parecía haberse quedado en ese paso de su alegato, con la pluma en ristre y la mirada suspensa y los ojos, tras los cristales estrellados, vagamente soñadores—. ¿Va a decirnos que contamos entre nosotros con otacustas y delatores?

Andrés Trapiello
Al morir don Quijote

Hace cuatrocientos años empezó una historia que no ha terminado aún. Es la que se cuenta en este libro. Las vidas, como la literatura, a un tiempo que propagan bajo tierra sus raíces, multiplican sus ramas hasta formar esta copiosa e intrincada novela que llamamos vida, donde la realidad y la ficción ni dicen lo que parece ni se resignan a quedarse en sus estrechos márgenes.
La corta existencia caballeresca de don Quijote no terminó un caluroso día de octubre de 1614, como algunos pueden creer. Al contrario. Fue entonces cuando empezó a dar frutos. Primero, en quienes la compartieron, su sobrina, el ama, sus amigos, incluso sus enemigos, y después, hasta llegar a hoy, en quienes como nosotros lo hemos aprendido casi todo en ella. Nadie que haya sentido la llamada de la libertad y la lucha contra la injusticia puede no declararse hijo del famoso hidalgo de la Mancha. Y si don Quijote acometió por loco los molinos de viento, con sus propios molinos de viento hemos de vernos nosotros, sin dejar de estar cuerdos.
Andrés Trapiello nos ofrece la historia de todos aquellos personajes que, en la obra cervantina, se quedaron desarbolados, aunque como nosotros mismos, no renunciaran nunca a ser, pese a su carácter secundario, protagonistas de su propia vida, esto es, de su propia novela.
«Al morir don Quijote» es una novela amena y fascinante que toma como punto de partida el mayor clásico español de todos los tiempos y que está llamada a ser un hito de la literatura contemporánea.

 

La guerra de los obispos

La guerra de los obispos
¿Creen que Franco siempre estuvo a partir un piñón con el Vaticano? Al principio sí, pero el enamoramiento duró sólo hasta la elección del cardenal Montini como el papa Pablo VI. En ese momento las relaciones entre Franco y el Vaticano se enfriaron hasta menos cero, y el origen del desencuentro se situó el 7 de junio de 1941, el día en que España firmó un acuerdo con la Santa Sede por el cual Franco señalaría con el dedo a los obispos españoles que el Vaticano debería nombrar. Pablo VI pidió al dictador que abandonara tal privilegio y Franco dijo que nones. Comenzó la guerra de los obispos.
La Santa Sede aceptó en 1941 que Franco eligiera a los obispos porque aún no se había celebrado el aperturista concilio Vaticano II. Era un año en que Iglesia y Estado se besaban en la boca, porque estaban de acuerdo en que había que volver a cristianizar España después de haberla exorcizado con la Guerra Civil. El Estado asumió la sustentación económica de la Iglesia, desde los salarios de los curas hasta la reconstrucción de los templos, desde el mantenimiento de los seminarios hasta la financiación de las misiones. A cambio, el Vaticano concedió el derecho de señalar los obispos a nombrar.
Pero las cosas cambiaron tras el concilio Vaticano II y el nombramiento de Pablo VI, un papa que caía fatal a Franco porque lo consideraba un progresista. Ver para creer. Pablo VI le pidió al dictador que, de acuerdo con las resoluciones del concilio, abandonara por las buenas su privilegio de nombrar obispos. Pero Franco se negó, porque si los obispos le debían el cargo difícilmente harían oposición, dado que no todos estaban de acuerdo con cómo se estaban haciendo las cosas.
Pablo VI lo intentó todo, incluso ofreció una visita oficial a España que Franco rechazó. Y las delegaciones diplomáticas estuvieron años de idas y venidas intentando apaciguar los ánimos. No hubo forma. El papa y España se retiraron la palabra y Pablo VI decidió esperar a que Franco se muriera para salirse con la suya. Así se entiende por qué en treinta y seis años de dictadura tan católica ni un solo papa pisara este país.

Nieves Concostrina
Menudas historias de la Historia
Anécdotas, despropósitos, algaradas y mamarrachadas de la Humanidad

desembarcaba en la pedregosa playa de Almuñécar.

Desde el final de la conquista, cuando el avance de los ejércitos musulmanes se hizo más lento y se detuvo del todo en la batalla de Poitiers, que señaló el punto más alto de su expansión hacia el Norte, al-Andalus había vivido una guerra perpetua entre árabes y bereberes e incluso entre las mismas tribus árabes que trasladaron intacto a la nueva provincia el odio que ya las dividía en Oriente. No había más tierras que ocupar ni más tesoros que repartirse como botín de guerra. Los bereberes, confinados en general a las regiones montañosas, se rebelaban contra los árabes, que habían acaparado el dominio sobre las ciudades y los valles. Los árabes qaisíes guerreaban contra los yemeníes, y un poco tiempo antes de que Abd al-Rahman desembarcara en Almuñécar los habían vencido en la batalla de la Saqunda, un descampado frente a las murallas de Córdoba donde años más tarde creció un famoso arrabal. Eran los qaisíes quienes sustentaban el poder del wali o gobernador de al-Andalus, Yusuf al-Fihrí. En cuanto a los clientes omeyas, unos quinientos guerreros de caballería que llegaron a la península hacía más de diez años para combatir una insurrección de bereberes, habitaban ahora extensas posesiones rurales en los distritos del sur, agrupados según sus tribus de origen y conservando su propia organización militar. Debían sus tierras a los gobernadores de al-Andalus, que se las habían confiado a cambio de su disposición para el combate, pero más poderosa y más sagrada que esa dependencia política era la asabiya que los mantenía unidos entre sí y el vínculo de lealtad que los aliaba a los omeyas, aunque el último califa de la dinastía hubiera muerto en una guerra perdida y su familia hubiera sido exterminada. Tal vez habían oído vagamente la historia del príncipe fugitivo que se salvó de la matanza: era posible que hubiera muerto, que siguiera oculto entre los nómadas, resignado para siempre al infortunio y a la oscuridad. Pero en junio del 754, el jefe de los clientes omeyas, Ubayd Allah ibn Utman, recibió la visita de un desconocido que había cruzado el mar para traerle una carta. Era Badr, el incansable emisario, el liberto de Abd al-Rahman, que seguía esperando en el norte de África, aunque ya había perdido, sin que sepamos por qué, la hospitalidad de la tribu de su madre, y vivía ahora con la de los Magila, preguntándose acaso, mientras esperaba, a dónde podría ir si también se le cerraban los caminos de al-Andalus.
Aguardó más de un año. Se desesperaría mirando la extensión del mar por donde vio alejarse la nave de su mensajero, imaginando que si Badr tardaba tanto en volver era porque también él había acabado por abandonarlo. Para la tribu con la que vivía era más un rehén que un huésped. Desconfiaban de su soledad y de su orgullo y temían que su presencia fuera maléfica y les trajera el castigo de quienes llevaban persiguiéndolo tantos años. La fiebre perpetua de la ambición y la desgracia le brillaría en la mirada como una señal que apartara de él a los otros hombres. Era rubio y muy alto, pero le faltaba un ojo, por culpa de aquella enfermedad de la vista que le obligaba a permanecer en penumbra. La cuenca vacía, el ojo solitario y abierto, darían una expresión intranquilizadora a la juventud de su rostro. Aún no había cumplido veintiséis años.
Una tarde de principios de agosto, cuando habían pasado trece meses desde que Badr se marchó, Abd al-Rahman vio una nave que se acercaba a la costa. Incrédulo todavía, acostumbrado al desengaño, distinguió en la proa la cara de su liberto y oyó su voz que lo llamaba. Antes de que la quilla hendiera la arena, Badr se arrojó al agua y corrió a contarle las buenas nuevas que traía: los clientes omeyas estaban dispuestos a combatir en su favor, y también los árabes yemeníes; era preciso embarcarse de nuevo para llegar cuanto antes a la otra orilla del mar. Badr había venido con doce hombres y con una bolsa que contenía quinientas monedas de oro. Parte de ellas hubo que gastarlas en el rescate que exigían los rapaces Magila a cambio de la libertad del príncipe. Cuando la barca se hizo a la mar, un miembro de la tribu nadó hacia ella pidiendo a gritos más dinero, con desvergüenza de mendigo, porque había tocado a poco en el reparto. Queriendo izarse, puso las manos en la borda, y uno de los hombres de Badr se las cortó de un tajo. Era el 14 de agosto del año 755. Unas horas después, ya de noche, Abd al-Rahman ibn Muawiya al-Dajil —«El Servidor del Misericordioso, el hijo de Muawiya, el Inmigrado»— desembarcaba en la pedregosa playa de Almuñécar.

Antonio Muñoz Molina
Córdoba de los omeyas

Este hermoso libro sirve, entre otras, para conocer en profundidad la Mezquita Cordobesa de forma diferente, puesto que el autor no se dedica sólo a contárnosla en sus formas y fechas, sino que se adentra y nos mete ardiente en su historia íntima. En sus páginas nos sumergiremos en la historia del califato casi sin darnos cuenta y sobre todo en los convulsos últimos tiempos de aquella dinastía… En resumen el libro Córdoba de los Omeyas del prolífico novelista-ensayista Antonio Muñoz Molina, es una originalísima manera de enseñar historia de manera amena y también utilísima guía novelada para conocer Córdoba y parte de la historia de al-Andalus. El libro Córdoba de los Omeyas es una guía novelada de manera inteligente y escrita con hermosas palabras que entretienen y nos enseñan a amar la sugerente ciudad de los califas.

—Zazie se ha marchado

 —dice suavemente Marceline.
Gabriel la mira. No hace el menor comentario. Comprende al vuelo. Qué carajo, no es ningún gilipollas. Se levanta. Echa un vistazo a la habitación de Zazie. Le gusta comprobar las cosas por sí mismo.
—A lo mejor está encerrada en el vaterclós —dice con optimismo.
—No —contesta suavemente Marceline—. Turandot la ha visto cuando se largaba.
—Exactamente, ¿qué es lo que has visto? —pregunta Gabriel, dirigiéndose a Turandot.
—He visto que se iba por pies… Entonces la he atrapado para traértela.
—¡Magnífico! —exclama Gabriel—. Eres un amigo.
—Sí, pero tu sobrinita ha amotinado al personal gritando a los cuatro vientos que yo le había hecho ciertas proposiciones…
—¿Era verdad? —pregunta Gabriel.
—Me ofendes.
—Nunca se sabe.
—Correcto, nunca se sabe.
—¿Ves?
—Déjalo seguir —dice suavemente Marceline.
—Bueno, pues todo dios se me arremolinó alrededor para romperme el alma. Los muy gilipollas me tomaban por un sátiro.
Gabriel y Marceline se tronchan.
—Y en cuanto se distrajeron me di el piro.
—Mieditis, ¿eh?
—¡Y que lo digas! En mi vida me ha entrado tanta cagalera. Ni siquiera durante los bombardeos.
—Pues a mí —dice Gabriel— no me daban miedo las bombas. Como las tiraban los ingleses, hacía cuenta de que no eran para mí, sino para los boches. Porque yo esperaba a los ingleses con los brazos abiertos, ¿sabes?
—Pues era una forma de pensar absurda —comenta Turandot.
—Absurda o no, lo cierto es que no tenía miedo y que jamás me hicieron ni un rasguño, ya ves, ni siquiera los peores días. En cambio, los boches, esos sí que tenían una jindama de aquí te espero. Se tiraban de cabeza a los refugios echando leches, mientras yo me quedaba fuera, descojonándome y disfrutando de los fuegos artificiales, bam bam, en pleno blanco, un polvorín a tomar por culo, la estación pulverizada, la fábrica hecha astillas, la ciudad ardiendo por los cuatro costados… ¡Un espectáculo para cagarse!
Gabriel desenchufó con un suspiro:
—En el fondo no se vivía del todo mal…
—Pues a mí —dice Turandot— la guerra me trajo a mal traer. ¡No te digo con el mercado negro! Es que ni aclararme… A saber por qué, pero todo se me iba en multas, me llevaban al huerto los de un lado y los del otro, que si el gobierno, que si el fisco, controles por aquí, controles por allí… Me cerraban el negocio cada dos por tres… Y gracias a que en junio del 44 tenía un poco de pesquis ahorrada, porque fue entonces cuando me atizaron el bombazo y todo a tomar por culo. A eso le llamo yo tener la negra. Menos mal que luego heredé esta cueva, que si no…
—Te quejas por vicio —dice Gabriel—. Al fin y al cabo, con este oficio de gandul que tienes, vives de puta madre.
—¡Querría verte yo a ti! ¡Oficio de gandul! ¿No te jode? Desriñonándome todo el día. Y encima metido aquí, en este agujero infecto…
—¿Y qué dirías si tuvieras que pasarte la noche en el tajo como yo y dormir de día, con lo que cansa eso, aunque no lo parezca? Y no digamos cuando te sacan de la cama a una hora imposible, como hoy… Menos mal que solo pasa de vez en cuando.
—Volviendo a tu sobrinita, vas a tener que encerrarla bajo llave… —dice Turandot.
—¡Quién sabe por qué se habrá largado! —murmura pensativamente Gabriel.
—No querría hacer ruido para no despertarte —dice suavemente—. Por eso se habrá ido a pasear.
—Pues no me gusta que se pasee sola —dice Gabriel—. La calle es la escuela del vicio. Todo el mundo lo sabe.
—A lo mejor se ha fugado, como dicen los periódicos —sugiere Turandot.
—¡Lo que faltaba palduro! —dice Gabriel—. Encima va a tocarme llamar a la bofia. Y a ver con qué cara me presento yo en la comi.
—¿No crees —pregunta suavemente Marceline— que deberías hacer algo para encontrarla?
—¿Yo? —se indigna Gabriel—. ¡Por aquí! (gesto). Este menda se vuelve a su camita.
Y pone rumbo a la piltra.
—Tienes el deber de encontrarla —dice Turandot.
Gabriel ríe sarcásticamente. Luego pone boquita de piñón y remeda a Zazie:
—El deber lo tendrá tu padre.
E inmediatamente:
—Ya se las arreglará sola.
—Supón —dice suavemente Marceline— que tropieza con un sátiro.
—¿Turandot? —pregunta jocosamente Gabriel.
—No tiene gracia —dice el aludido.
—Gabriel —insiste suavemente Marceline— tendrías que poner algo de tu parte para encontrarla.
—Ve tú.
—Tengo la colada en la lumbre.
—¿Por qué no lleváis la ropa sucia a esos cacharros automáticos que hay ahora? —pregunta Turandot a Marceline—. Te quitas un buen coñazo de encima. Es lo que hago yo.
—Y si le gusta hacer ella misma la colada, ¿qué? —dice sutilmente Gabriel—. ¿Qué me dices a eso? Mézclate en tus asuntos, majo. Cotorreas, cotorreas. Siempre igual. Tus cacharros americanos me los paso por aquí (palmada en el trasero).
—¡Hombre! —exclama irónicamente Turandot—. Y yo que te creía americanófilo…
—¡Americanófilo! —dice Gabriel—. Hablas sin ton ni son. ¡Americanófilo! ¡Como si eso me obligara a lavar los trapos sucios fuera de casa! Marceline y yo no solo somos americanófilos, sino que además, a ver si te enteras, además y por añadidura somos coladófilos… ¿Entendido, tontaina? ¡So-mos-co-la-dó-fi-los! ¡Entérate de una vez… (pausa) so bestia!
Turandot no sabe qué contestar y opta por volver al problema concreto, al niqui etnunc, mucho más difícil de sacar a luz

Raymond Queneau
Zazie en el metro

La pequeña Zazie va a visitar a su tío Gabriel en París, animada por una única ambición: ver el metro. Poco se imagina el lector la cadena de divertidos absurdos que puede deparar esta sencilla y nada memorable anécdota. Una novela que marcó una época por su lenguaje y su frescura, y que dio pie a una película también célebre de Louis Malle.

CON PERDÓN DE USTEDES, PELO LA PAVA

COMENZABA el calor a dejarse sentir. Estábamos a mediados de Junio. El sol, desde las cinco de la mañana, envolvía a la ínclita ciudad en una caricia viva y prolongada hasta las siete de la tarde, enmedio de un cielo puro y flamígero. La angostura y tortuosidad de las calles no nos preservaba enteramente de sus ardores. Por aquellas estrechas ranuras entraba su luz como una llamarada, como un latigazo de fuego que encendía el rostro y caldeaba la cabeza. Había llegado a cogerle miedo a este gran sol feroz de Andalucía, y salía poco de casa.
—Diga usted, Matildita, ¿hace más calor que éste en Sevilla?
—¡Anda! ¡Pues, hijo mío, si ahora está haciendo fresquito! ¿No ve usted qué noches más hermosas?
En efecto, el calor por la noche cedía bastante. Pero yo, acostumbrado a la temperatura primaveral de mi país durante el estío, lo sentía ya abrumador. Se me erizaban los pelos, y eso que los tenía bien mojados por el sudor, ante la perspectiva de las noches que me anunciaban.
En la calle de las Sierpes, arteria principal de Sevilla y centro de su comercio elegante, se había colocado un toldo que la cubría toda. Gracias a él podía transitarse cómodamente por ella. Los casinos y cervecerías, en que abunda, estaban abiertos todos, y los transeúntes comunicaban con los de adentro libremente. Por la noche, la gente, recluida durante el día en sus casas, salía a tomar el fresco. Después de comer me gustaba permanecer una hora en la Británica, viendo desfilar la gente en compañía de Villa. Cuando nos cansábamos allí, los días que no íbamos a casa de Anguita, o hasta que llegaba la hora de ir, solíamos dar algunas vueltas por la plaza Nueva, que, por serlo, es la única grande y regular que hay en la ciudad. En los jardines del centro, que adornan naranjos y palmeras, se colocaban filas de sillas, y allí pasaban algunas horas de la noche muchedumbre de familias.
—En esta época —me decía el comandante— se ven aquí caras que no volverá usted a ver en todo el año…¡Y que las hay retrecheras!…
Otras veces nos íbamos hacia la orilla del río, donde las noches de luna no encienden los faroles. A lo largo del paredón que separa el paseo del muelle había muchos bultos de mujeres sentadas en el banco de piedra con respaldo de hierro que lo guarnece. Al cruzar por delante de ellas, como les daba la luna por la espalda, sólo percibíamos la silueta de sus hermosas cabezas desnudas o cubiertas por blanca toquilla; pero sí veíamos lucir, con vivo relampagueo, sus ojos negros, sus dientes blancos, marroquíes. Y aquella fugaz visión producía en el alma un dulce desasosiego, al cual, ni Villa con su adoración por la condesita, ni yo con mi entusiasmo por la hermana San Sulpicio, podíamos sustraernos.
—Compadre —decía en voz alta para que lo oyesen las interesadas, —no se puede pasar por aquí sin coraza.
Algunas carcajadas reprimidas contestaban a este requiebro.
No era el sol el enemigo principal que yo temía en Sevilla, ni el más molesto. Otros había que, aunque más pequeños, me daban mucha y muy cansada guerra. Eran éstos los abanicos. A cualquiera le asombrará que, siendo objetos tan inofensivos y aun útiles para todo el mundo, sólo conmigo fuesen fieros y sañudos contrarios. Mas aquí debo recordar que los abanicos generalmente son de papel, y este papel por uno de los lados suele estar pintarrajeado con asuntos campestres, y por el otro queda en blanco. Pues bien, lo que más me pesaba no eran los paisajes, y eso que hay en ellos montañas de café con leche y mariposas que parten los corazones, sino precisamente el reverso blanco, lo que parecía que no debía de dar cuidado a nadie. Desde que en la tertulia de Anguita se supiera que era poeta, no sólo las niñas de la casa, sino cuantas tertulianas allí acudían, se creyeron con derecho para exigir de mí que llenase con versos aquel malhadado reverso. Y no sólo las tertulianas, pero también sus amigas y conocidas me mandaban los abanicos, ora por mediación, ora directamente con un billetito recomendándose a mi galantería y poniendo por las nubes mis dotes poéticas. A lo cual contestaba yo manifestando, en una décima o redondilla, que no había ojos como los del dueño del abanico, y que envidiaba al aire que iba a acariciar su rostro hechicero, y que toda la sal de Andalucía, sin exceptuar un grano, estaba depositada en Fulanita (a quien la mayor parte de las veces no conocía), etc., etc. Pero tantas había repetido estos o parecidos conceptos, que para hallar forma diversa con que exponerlos me veía y deseaba, prensaba la cabeza y me mordía los dedos de rabia. Claro que cuantos más de estos sencillos artefactos venían a mi poder, las torturas eran mayores y más prolongadas. Llegó al punto que no podía ver uno en poder de alguna señorita, que se relacionase más o menos con conocidas mías, sin sentirme acometido de congojas y sudores fríos, y alguna vez de calambres y náuseas. Hay que confesar, sin embargo; que tal plaga no es propia únicamente de los climas cálidos. Existe, más o menos atenuada, en todas las regiones comprendidas entre el trópico de Cáncer y el de Capricornio.

Armando Palacio Valdés
La hermana San Sulpicio

El joven Ceferino Sanjurjo, médico y poeta gallego, conoce en el balneario de Marmolejo a una simpática monjita sevillana, la hermana San Sulpicio, de cuya gracia y belleza queda prendado. Sanjurjo interroga con suma discreción a la madre Florentina, superiora de la orden a la que aquélla pertenece, y se entera de que en esa congregación se renuevan los votos cada cuatro años, y a la linda y graciosa novicia le falta sólo un mes para confirmar o no los suyos.
El joven médico la galantea con cierta prudencia, pero al darse cuenta de que está enamorado de ella, la corteja abiertamente y le declara su amor, con la esperanza de que le corresponda y no renueve sus votos. Las circunstancias son propicias para que Ceferino Sanjurjo logre sus propósitos. Gloria Bermúdez, nombre mundano de la monjita de 19 años de edad, había tomado los hábitos no por verdadera vocación religiosa, sino por desavenencias con su madre, doña Tula, y a instancias de ésta. Sin embargo, convencida actualmente de que su destino no estaba en la vida conventual, tenía pensado abandonarla.
A raíz de ciertos acontecimientos sucedidos en el balneario, la superiora, la hermana San Sulpicio y otra monja deben abandonar el sitio y regresar a Sevilla. El enamorado Sanjurjo las sigue y, a los pocos días, se presenta en aquella ciudad resuelto a impedir que la hermana sea obligada por su familia a hacer nuevos votos, pues está dispuesto a casarse si ella lo acepta por esposo.
Escrita en primera persona, la obra se sitúa en España, alrededor de 1870, y está considerada como una de las mejores y más populares novelas de Palacio Valdés. Entretenida, graciosa, pulcramente escrita, de composición irreprochable, abunda en hermosas y acertadas descripciones de fiestas, corridas de toros, «cante jondo», patios y rejas sevillanos, el Guadalquivir y sus alrededores, todo lleno de luz y color. Su mayor encanto radica en la sencillez de su trama y en la ausencia de problemas religiosos, pese a que el tema podría tentar a ello.